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Voy Patagonia abajo con el Falcon devorando kilómetros como una fiera (como una fiera el coche me refiero). Siento que voy huyendo de algún lado hacia ningún lado como los protagonistas del libro de Mempo Giardinelli, “Final de novela en Patagonia”. La temperatura ya no es tan alta pero hace calor. En la radio siguen con el tema de los calefones. La verdad es que hacen buenos descuentos y por momentos me van entrando ganas de comprarme uno.
La Patagonia no se acaba nunca. Poco después de salir de Puerto Madryn paro brevemente en Trelew para hacer algunas compras: una bolsa de deportes para llevar los
libros que compré en la calle Corrientes antes de salir y un trípode no muy bueno. Salgo zumbando para Camarones pero no me resisto a hacer una paradita en la pingüinera de Punta Tomba. En la entrada pongo cara de argentino y procuro no hablar. Voy con los doce pesos de la entrada en la mano. Pienso que el Falcon me ayuda a camuflarme y eso me hace ser optimista. “¿Español?” – me pregunta el taquillero. No entiendo cómo se ha podido dar cuenta. En fin, no puedo mentir, y menos en estas cosas así que confieso y me clavan los 35 pesos preceptivos. No termina de gustarme eso de que haya precios para nacionales y precios para
turistas. Veo los pingüinos medio cabreado pero en seguida se me pasa. La pingüinera es especta- cular y merece la pena el precio de la entrada.
Quiero hacer noche en Camarones donde ya estuve unos años atrás. El camino hasta allá es de ripio y en este terreno el Falcon se encuentra en su salsa. Trago polvo como un maldito pero consigo llegar al pueblecito antes de que anochezca. Busco a la misma señora de la mercería-farmacia para alquilar la misma cabaña. Al final me deja un cuarto bastante más económico pero que se ajusta perfectamente a mis necesidades. Salgo para disfrutar del pueblo. Anochece tarde, cuanto mas al sur mas tarde. Siento la soledad de la playa cercana. En realidad siento la soledad.
La Patagonia no se acaba nunca. Poco después de salir de Puerto Madryn paro brevemente en Trelew para hacer algunas compras: una bolsa de deportes para llevar los
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Quiero hacer noche en Camarones donde ya estuve unos años atrás. El camino hasta allá es de ripio y en este terreno el Falcon se encuentra en su salsa. Trago polvo como un maldito pero consigo llegar al pueblecito antes de que anochezca. Busco a la misma señora de la mercería-farmacia para alquilar la misma cabaña. Al final me deja un cuarto bastante más económico pero que se ajusta perfectamente a mis necesidades. Salgo para disfrutar del pueblo. Anochece tarde, cuanto mas al sur mas tarde. Siento la soledad de la playa cercana. En realidad siento la soledad.
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A la mañana siguiente sigo huyendo hacía el Fin del mundo. Es lo único que tengo claro de todo el viaje. Quiero estar allí el día de mi 42 cumpleaños. Cuando me planteé este viaje tenía claro que Ushuaia tenía que ser el primer punto del recorrido. Empezar por el final. Empezar por la ciudad más austral. Sé que no será como me la imagino pero me da igual.
Sigo pisando el acelerador. Estoy en plena zona petrolífera y se ven pozos de extracción por todas partes. Paso Comodoro Rivadavia de largo sin que signifique un desprecio.
Alguien me dijo que a partir de los cuarenta no se lee sino que se relee lo ya leído. Creo que con los viajes pasa un poco lo mismo y quizás por eso paro en Caleta Olivia y localizo un restaurantito frente al mar llamado El Faro. Voy buscando una sensación de felicidad perdida y un bife de chorizo. Encuentro lo último. Años atrás, recalé en este local por casualidad. Estaba desierto y daba la sensación de haberlo estado por mucho tiempo. Me fascinó. Ahora es un “tenedor libre” como dicen aquí y está lleno de familias y trabajadores. El ambiente es mas alegre pero salgo decepcionado. Todo cambia. Todo cambia tan rápido.
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La Patagonia es infinita, llevo más de dos mil kilómetros y aún me quedan otros mil. La luz ya es diferente por estas latitudes, siento el fin del mundo cerca. Calculo que no llego a Río Gallegos y decido hacer noche en Puerto Santa Cruz, un pueblo muy prolijo y agradable. El policía, que a modo de segurata controla quien entra al pueblo y quien no, me recomienda la Hostería municipal para alojarme. Resulta ser un hotelito bastante majo.
La gente de Puerto Santa Cruz es “retranquila”. Aquí nunca pasa nada, nunca les pasa nada. A la mañana siguiente echo nafta al Falcon antes de retomar la ruta 3 pero hay que hacerlo con cariño y el gasolinero no sabe. La gasolina rebosa de cuando en cuando por la boca. “Es mañoso” – me comenta refiriéndose al coche. Pongo cara de no comprender. “Que es viejito, que ya tiene sus mañas”. – me aclara. Lo mismo que el dueño pienso yo.
Falta un día para mi cumpleaños y quiero llegar antes del anochecer a Ushuaia. Voy algo justo de tiempo y me encomiendo a los santos para que el coche no me deje tirado y pueda conseguir el objetivo. La temperatura ha cambiado así como los rostros que ya no son los mismos de Buenos Aires. Más morenos, más indios. Enciendo la calefacción con optimismo injustificado pues una hora después no deja de salir aire frío por la tobera. Con resignación paro el coche y saco el forro polar del maletero. Empieza a llover y pienso que mas que acercarme al fin del mundo el fin del mundo se acerca a mí.
En un puesto policial pasado Rio Gallegos, recojo a dos autostopistas, dos santos. Son don “pibes” muertos de frío. Huelen a alcohol y no han dormido. Vienen del concierto de La Renga, uno de los grupos mas puestos ahora mismo en Argentina.
A mi lado se sienta Lucas que se me antoja un santo (San Lucas) pero de Buenos Aires. Lleva cinco años trabajando en Tierra del Fuego. “Acá pagan bien y ya me he construido mi casa” – me cuenta – “pero trabajar como soldador de estructuras al aire libre es duro, sobre todo en invierno”. El otro santo, Pablo, dormita en el asiento de atrás. Es de Jujuy y el frío lo mata (pero acá pagan bien pienso). Tengo la sensación de que me van a dar suerte.
Llegamos al primer puesto fronterizo. Una hora de cola y trámites. Enseño mis papeles. “Usted es extranjero y no puede conducir un vehículo fuera de la Argentina” me explica con tranquilidad el agente. Ya empezamos. “Si puedo, me informé en Buenos aires antes de salir y tengo todo en regla”. Mira de nuevo mis papeles y me deja pasar a regañadientes. Por un momento pensé que se me acababa el viaje.
Otros dos santos, colegas de mis acompañantes, me preguntan si les puedo llevar con ellos. Por qué no, hay sitio de sobra. Ahora el Falcon va completo. Uno durmiendo en el maletero despatarrado y los otros tres repartidos por los polvorientos asientos del coche. Se les ve buena gente. Han pasado penalidades, no han dormido. Todo por ver a su grupo.
Miguel, que hace ahora de copiloto me pregunta si tengo mate. No sé que le hace pensar que puedo tener mate, el Falcon supongo. “Claro” - contesto con naturalidad y le saco mi kit completo de buen argentino compuesto por mate, bombilla, termo y yerba. Miguel va cebando y repartiendo mate entre todos. Con su “celular” pincha música de La Renga.
Durante unos cientos de kms. atravesamos territorio chileno para volver a entrar en territorio argentino. Caprichos de las fronteras y de los gobernantes que las establecen. En total cuatro puestos fronterizos y un trasbordador para cruzar el estrecho de Magallanes. El viaje se hace interminable pero ya estoy en la Provincia de Tierra del Fuego.
Sobre las siete de la tarde dejo a los pibes en su ciudad, Río Grande. Lucas me da su teléfono por si tengo algún problema en la carretera y me invita a su casa para cuando vuelva. “Y tomamos unas empanadas y unas pizzas, algo sencillo”. Le agradezco el gesto y me despido de ellos. Han sido ocho horas juntos, ocho horas de charlas, mates y música. De repente vuelvo a la soledad y al silencio.
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Me queda algo más de dos horas para llegar a Ushuaia. Ya estoy muy cerca del final pero la noche se me está echando encima. La llanura patagonica cambia y comienza una carretera de montaña sinuosa y un poco peligrosa. El Falcon gime en cada curva. Lleva doce horas sin parar. En realidad cuatro días sin parar. Me asusta la posibilidad de quedarme tirado en las montañas. El paisaje que intuyo es espectacular pero hace frío y no hay cobertura de móvil. Tampoco hay poblaciones cercanas, si acaso alguna hostería de tanto en cuanto. Apenas pasan coches.
Sobre las diez y media de la noche veo las primeras luces de Ushuaia. He llegado. Más de tres mil kilómetros desde Buenos Aires. La ciudad más austral. El fin del mundo. Lo que quería. Empezar por el final.
Busqué alojamiento, cené algo rápido y cumplí 42 años.
Las aventuras más intensas tienen un costo y una recompensa, todo depende de como se mire.
ResponderEliminarComo podría decir nuestro amigo "Darth Vader", si la princesa Leia recorrió media galaxia en su nave Tantive IV superando miles de obstaculos hasta edificar La República, tú en el Falcón que para el caso es tu nave recorreras un sinnumero de hazañas las cuales harán parte de los cimientos de tu "Nueva República".
Que la fuerza te acompañe!!!
Por cierto, los pingüinos harán parte de esa República ;-)
Hay Victor como te echo de menos, me has dejado con la miel en la boca estoy deseando de ver como has llegado a Ushuaia y lo demás, esto es como una novela de la buenas. No te olvides de escribir, cuidate mucho Un besazo
ResponderEliminarVictorcín, no dejes de escribir....nos tienes a todos enganchados!!!!
ResponderEliminarbss
sonia
Vaya viajecito, cito.Eres un aventurero y ademas un buen escritor.Pasalo bien y traeme algo rico. El Cuñao.
ResponderEliminarHola Victorcito. Veo que fue tu cumple, y al leer lo me dí cuenta de que yo cumplo hoy!! 42 como tú. Me hubiese gustado estar con tigo en algun lugar perdido para celebrar con una pizza y unas cuantas birras, pero eso resulta dificil ya que me encuentro en el otro lado de nuestro planeta. Disfruta! Nos vemos en Malaga
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