domingo, 22 de marzo de 2009

Bolivia

Todo ha cambiado de repente. Acabo de terminar los tramites en el lado argentino y me topo con otra realidad. La calle aparece poblada de puestecitos que impiden mi camino. Una señora me mira como diciéndome que no piensa levantarse pero finalmente se levanta muy lentamente. A duras penas consigo avanzar hasta el puesto de inmigración boliviano. Hace mucho calor y las hojas del pasaporte se han pegado cuando se lo entrego al oficial del mostrador. Es el último trámite para estar en Bolivia. Me mira todo y me pide con desgana el carné internacional de vacunación. No lo tengo le digo. Pues no puede pasar me contesta. Otra vez en las mismas. Pongo cara de desesperación a la espera de la frase que sé va a venir a continuación. ¿No tendrá unos bolivianos para acelerar el trámite? Le pregunto cuánto. Cien dólares me contesta riéndose. Le doy doce pesos argentinos y me sella el pasaporte.
Debo aclarar que hasta ahora, ni en Argentina ni en Chile me han pedido dinero. Pero en Bolivia esto empieza a cambiar.
Tras conseguir algo de dinero y comida en el fronterizo pueblo de Yacuíba me adentro en territorio boliviano por un camino lleno de verdor y piedras. Curvas y más curvas. Subidas y bajadas siempre rondando los 4000 metros. De vez en cuando me cruzo con alguien. Apenas me da tiempo a cerrar la ventanilla para que no entre el polvo que forma al pasar. De todos modos el coche tiene polvo en cada uno de sus rincones. Cuatro horas después llego a un pueblo. Pregunto donde conseguir algo para comer y me indican la casa de una señora. La señora en cuestión me saca una silla y la pone en mitad de la calle para que me siente mientras me prepara un bocadillo. La gente me mira como a un marciano. Observo que todo está cerrado. Me cuentan que están con la campaña del denge fumigando por todas partes. Caigo en la cuenta. Con las prisas y los problemas se me ha olvidado el grave problema que está viviendo Bolivia con esta enfermedad que se trasmite por picadura de mosquito. En breves segundos visualizo perfectamente el cajoncito del mueble del cuarto de baño de mi casa donde dejé olvidado el repelente antimosquitos. Pienso en las probabilidades que tengo de contraer la enfermedad y me tranquilizo mientras me como el bocata de milanesa.
Continúo y llego a Tarija, una pequeña ciudad que me sorprende por sus plazas y ambiente tranquilo. También me brinda la oportunidad de probar alguno de sus vinos, muy ricos por cierto.
Pero mi objetivo es llegar a Potosí. La carretera es tan mala que hago medias de 20-30 kms por hora. Paradójicamente aquí cobran peaje por carreteras que parecen caminos de cabras. Peaje oficial me refiero, porque al lado del cobrador siempre está el oficial que se lleva “extraoficialmente” unos bolivianos al bolsillo. De vez en cuando, y sin venir a cuento, aparece un trozo de carretera pavimentada para volver al ripio poco después. Ese tipo de cosas que uno no termina de entender.
La gente en Bolivia es mas sencilla que en Argentina. A veces ni me entienden. Se ponen nerviosos cuando me ven. Al llegar a otro pueblo intento hacer una pregunta a tres chavales que estaban en un banco sin hacer nada. Uno de ellos sale corriendo directamente. Los otros dos se quedan asustados. Les hago un gesto para que se tranquilicen y no huyan. ¿Para Potosí voy bien por aquí? – pregunto. No contestan, me miran, están paralizados. Hago la pregunta más sencilla. ¿Potosí? Me hacen gestos negativos con la cabeza. Me voy porque veo que realmente lo están pasando mal. Un poco mas adelante veo un cruce y vuelvo a intentarlo. ¿Potosí? Un grupo de personas me dicen que si y se me suben sin mas al coche con tropecientos bultos. No se cómo lo he hecho pero en un segundo he llenado el Falcon de gente y equipaje. Al menos ahora se que voy por el buen camino…
A lo largo del camino iré recogiendo a otra mucha gente con ganas de comunicarse pero con pocas posibilidades. Unas veces porque su lengua materna es el aymará o quechua y el español lo hablan muy mal. Otras porque su nivel cultural es muy bajo. En esto también se nota una gran diferencia con sus vecinos chilenos y argentinos.
En un momento dado me trago una piedra (una piedra en el camino, me enseñó que mi destino…). El Falcon pega un salto pero sigue caminando. Asustado voy revisando todos los indicadores de agua, aceite, etc… No veo nada raro y el coche sigue devorando kilómetros y polvo. Me tranquilizo pero a poco de llegar a Potosí, cuando la carretera vuelve a ser asfaltada, noto que el coche tiene un extraño temblor que me impide ir a mas de 40 km/h. Lo llevo a Talleres Marquez. Allí detectan la avería. La piedra golpeó el cardán dejándolo como un churro. Llevan el cardán a un tornero y me lo dejan como nuevo. Siempre tuve ganas de visitar Potosí. Mas allá de la expresión “vale mas que un Potosí” la ciudad tenía para mi unas reminiscencias que la convirtieron en un punto de destino obligatorio a lo largo de mi ya largo camino. Leo algo de historia de la ciudad, y me entero de que Potosí, fundada bajo el Cerro Rico, estuvo siempre ligada a éste, por las grandes cantidades de mineral sobre todo plata y oro que contenía. Potosí fue unas de las pocas cecas de latinoamerica acuñando moneda desde el siglo XVI. Su auge fue tan grande que a principios del XVII vivían más de ciento cincuenta mil personas aquí. Tenía más población que Madrid o París. Y de ahí viene todo su esplendor, la gran cantidad de monumentos e iglesias que quedan como vestigio de una época en la que la ciudad fue grande, muy grande. Luego vendría su declive y varios intentos de remontar. Hoy en día, y tras unos años de crecimiento, la ciudad apenas tiene la población que llegó a tener tres siglos atrás.
Potosí, sigue viviendo de la minería y por eso obligada es la visita a una de las minas llamada La Candelaria. Nada que ver con la que hice a la mina de Chuquicamata. Aquí no existen medidas de seguridad y los mineros trabajan prácticamente en las mismas condiciones que hace cien años. Mastican coca como único recurso contra la soledad porque así es como trabajan. No tienen patrón. Son autónomos. Compran el derecho a una galería en la mina y se pagan todo ellos. Casco, dinamita, alcohol para beber, coca, y cigarrillos para el Tio, el demonio de la mina. La pachamama, mujer, es el equilibrio espiritual dentro de la mina. Los mineros tienen la creencia de que la mina te da lo que tu le des a ella y de ahí las ofrendas al Tio y la Pachamama.
Hago la visita con dos chicas barcelonesas y un guía que nos lleva hasta el cuarto nivel de la mina. A medida que vamos bajando el calor se hace mas insoportable. A veces el hueco es tan pequeño y resbaladizo que me cuesta avanzar. Nos encontramos a un minero. Le damos dinamita y refresco que hemos comprado previamente para regalar. Al ser autónomo, el minero tiene que comprar su propio explosivo y mecha. Si tiene suerte y encuentra una veta puede llegar a hacer dinero pero la triste realidad es que con la crisis mundial y la caída de los precios de los minerales en el mercado internacional apenas sacan para vivir. De alguna forma la fiebre del oro sigue viva en Potosí.
Vamos encontrándonos con otros mineros y también con el santuario del Tio. Las condiciones de los mineros son duras pero al menos no les pegan latigazos como enla época de la colonia. Estoy sudando como un pollo, la ropa que me han prestado para entrar en la mina me dan mucho calor. Me entra polvo en los ojos y no paro de llorar. El lugar es bastante agobiante. Por fin, salimos a la luz. La visita ha durado varias horas pero se me ha hecho muy corta.

Complemento necesario a esta visita para conocer el proceso completo, es recomendable una visita a la casa de la moneda. A parte de ser una de las obras arquitectónicas mas importantes de la arquitectura colonial tuvo una gran importancia pues aquí se acuñaron buena parte de las monedas del imperio español aunque muchas se perdieron en el fondo del mar. Monedas hechas con el sufrimiento del indígena para sufragar muerte y guerras inútiles al otro lado del océano intentando mantener un imperio destinado como todos los imperios a perecer.
Me voy a Sucre, de la cual no esperaba nada, y que me parece una ciudad preciosa, animada, estudiantil y sobre todo muy bien conservada. Pero apenas puedo estar un día pues voy justo de tiempo.
Volviendo de Sucre camino otra vez a Potosí se me enciende la luz roja del alternador. La batería no se está cargando. Me quedo sin ella justo a 200 metros de talleres Marquez en Potosí. Una suerte. Compro una batería nueva y salgo para Uyuni. Mi intención es visitar el salar mas grande del mundo.
Por el camino y ya caída la noche recojo a Juan Carlos, un profesor de Física y Química muy parlanchín. Empieza a llover y la cosa se pone fea pero seguimos avanzando. Con suerte llegaremos a las once de la noche a Uyuni. En mitad de la noche y empapado recojo a Néstor que también lleva el mismo destino. Vadeamos algún río. La noche es cerrada y apenas se ve nada. En un punto el camino está cortado. Un autobús y un camión al intentar ayudar a éste se han quedado encallados en el barro. Toca pasar la noche en el Falcon. Juan Carlos en el asiento delantero. Nestor y yo en la parte de atrás. Hace mucho frío. Amanezco tiritando. A las nueve de la mañana todo sigue igual y la pala que puede solucionar la situación no termina de llegar. Una hora mas tarde llega y se monta el espectáculo. La carretera está llena de gente que ha tenido que pasar la noche en el coche y que aplaude, grita o rie los aciertos o desaciertos del operario de la pala.
Finalmente sacan los vehículos atascados y continuamos viaje. Llego a Uyuni con más de doce horas de retraso.

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